A las siete en punto comienzo a desesperarme. La sala, vacía, cada vez más silenciosa, parece confirmar la sospecha y el espanto: a la presentación de mi libro no va a venir nadie. Hugo, el presentador, desde una silla de plástico contra la pared, se encorva sobre su celular, ausente. Da la impresión de que no quiere ni mirarme. Más allá, en la galería, la mesa llena de bocaditos y de vinos recién abiertos, parece el vermut triste de un sepelio de barrio.
Me insulto a mí mismo, por lo bajo, por haberle hecho caso a mi hermano. Insistió en que tenía que presentar la novela. Que el impulso, que las ventas, que los medios. Claro, como él no iba a venir porque está en Córdoba. Qué pena mis padres. Si vivieran, estarían felices y orgullosos de tener un hijo escritor. Mis compañeros de trabajo dijeron que iban a tratar, pero los hijos, las reuniones familiares, los cursos de capacitación, las tareas domésticas.
Un minuto después de las siete, veo entrar dos caras conocidas. Son compañeras de trabajo, dos chicas risueñas, jóvenes. Están vestidas con jogging y zapatillas. La charla entre ellas y yo siempre fue escasa y sé que jamás leerían un libro. Me pregunto por qué vinieron hasta que una de ellas me explica que el gimnasio está al lado, que les quedaba justo para darse una vuelta. Se sorprenden cuando les digo que no se equivocaron con el horario, que es ahora pero que decidimos esperar, que ya va a llegar más gente. Miran durante unos segundos las sillas vacías y eligen sentarse en la mitad de la tercera fila.
Cerca de las siete y media, entra un hombre. Una flacura raquítica, un traje gris que le queda grande y una leve renguera acentúan el balanceo de un cuerpo de caricatura. De cerca, su apariencia tiene un poco más de seriedad. La barba plateada tapa a medias los rasgos de un tipo de unos cincuenta años. Mientras lo veo avanzar, pienso quién será y por medio de quién le habrá llegado la invitación. Podría ser un oficinista si no fuera porque no lleva ningún maletín ni nada parecido y porque, bien mirado, el traje está un poco arrugado y tiene un aire a feria americana. Me convence creer que se trata de un viejo escritor. Se sienta en la primera fila.
Antes de empezar con la presentación, siento que transpiro y que el calor se expande desde mi columna vertebral como si me deslizaran brasas. Veo al fotógrafo llegar corriendo con la cámara en la mano. Se disculpa por la demora mientras mira la sala casi vacía sin ocultar el asombro. Le pido que no registre escenas del lugar. No me contesta. Se ubica en la primera fila, casi al lado del señor de traje, y prepara la máquina.
Si no fuera por la ausencia de invitados, sería una presentación exitosa. Hice bien en elegir a Hugo como primer lector. Recorre minuciosamente los detalles de los personajes y los escenarios, elogia el suspenso, resalta el impecable manejo del lenguaje. Por un momento me olvido del fracaso con la concurrencia y me siento inundado por ese famoso ego típico de los escritores, del que ya había escuchado hablar.
De a ratos estudio las caras del escaso público. Las chicas revisan el celular, de vez en cuando levantan la vista como si respondieran con indiferencia a un llamado inexistente, bostezan, se peinan con los dedos. El hombre raro de traje, en cambio, tiene la vista fija en mí, y la atención que le pone a la lectura de Hugo queda en evidencia por medio de movimientos lentos de cabeza. Hugo termina su lectura y rompo el silencio con un aplauso estruendoso que las chicas imitan en una versión más débil, pero cordial. Hago mi parte. Leo las dos primeras páginas de mi novela, describo al personaje principal, cuento de dónde salió la idea de la trama. La presentación formal cierra con el aplauso de Hugo, más aplausos de las chicas, y esta vez también del fotógrafo, mis agradecimientos, la invitación a degustar unos vinos y una picada en la mesa de la galería.
Mientras me alejo del escenario, sigo con la vista al hombre de la primera fila. Sale con paso lento, traqueteando sobre su cuerpo. Voy tras él. Quiero alcanzarlo, saludarlo y preguntarle quién es. Me detienen mis compañeras de trabajo, que me felicitan con besos y apretones en los antebrazos y en los hombros. Pasamos a la galería. Hugo reparte el vino e invita a un brindis. Con preocupación veo que el hombre del traje ya no está, y pienso que quizás fue al baño, a fumar o a tomar un poco de aire afuera. Los que compartimos el vermut somos Hugo, el fotógrafo, las dos chicas y yo. Hablamos de cosas triviales, de a ratos nos reímos. Es el momento de la distención y me tranquiliza saber que ya pasó. No salió como hubiese querido, con la sala llena, pero se hizo y eso me reconforta. En adelante, lo que me queda es encontrar la manera de que la presentación se difunda como un éxito y, sobre todo, que el libro se venda.
El hombre del traje no vuelve. Las chicas se despiden y se van. Acordamos con el fotógrafo para el envío. En la sala quedamos Hugo y yo. Mientras guardamos en las cajas todo lo que sobró de la comida, me dice que quiere comentarme algo más sobre mi libro. Que le gustó, que muy bien por ser el primero, pero que hay una cuestión con el personaje principal, cosas que no cierran.
Mientras sostiene una punta del mantel con la mano y con la otra va formando pliegues desparejos, me pregunta: ¿Vos creés realmente que un tipo que come sushi, vive en un country y juega al polo, va a meterse en un barrio pobre, de noche y solo, para matar a otro tipo? Le digo que sí, por qué no, en sus cabales no, pero el personaje de mi novela está cegado por la venganza, dispuesto a meterse donde sea y a pagar hasta las últimas consecuencias con tal de conseguir lo que quiere.
Me contesta moviendo la cabeza, me repite que no es verosímil. También está lo del teatro, sigue. Cuando el tipo va a la función, para fichar al actor de teatro. ¿Cómo se te ocurre que alguien que planea matar a un actor se va a sentar en la primera fila?
El tono de Hugo ahora es desafiante. Me está recriminando. Le recuerdo el cuento de Poe, el de la carta. Claro que un asesino puede sentarse en la primera fila del teatro y de cualquier lado. Elegí a Hugo como presentador por su poderosa fama de crítico, pero su sermón reciente me molesta. Le digo que al fin y al cabo es mi novela. Me dice que entonces para qué lo llamé. Antes de que las idas y vueltas sobre el libro se transformen en una discusión, mientras acomodo las últimas botellas sin abrir en el cajón de madera, le pregunto si no se fijó en el hombre que estaba sentado en la primera fila y que se fue antes del brindis, sin aplaudir y sin saludar. Su respuesta es una mueca que me deja en claro su fastidio; qué le vengo con esas preguntas para desviar la conversación. Le digo que es raro, que ese tipo no es mi amigo, que nunca lo vi antes. Hace silencio, como si no me escuchara. Terminamos de levantar las cosas y nos vamos. No hay ánimo para alargar el brindis en otro lado y es hora de volver a casa.
***
Dejo un ejemplar del libro en cada canal de televisión, radio, centro cultural de la ciudad. También me ocupo de que les llegue a los profesores universitarios. Los de la editorial ni se aparecieron para la difusión, pero al menos sé que ya lo dejaron en librerías. Lo compruebo yo mismo, en cuanto entro a la más céntrica de todas y lo veo ahí, reluciente en el estante de novedades. Me quedo mirándolo, mi nombre brillando en la tapa, el olor a papel y tinta fresca. Disfruto de la felicidad de la tarea cumplida, del orgullo de ser un autor. Pero el momento glorioso se rompe con la sensación de una presencia extraña. Alguien me observa, me pincha con los ojos, está cerca. Levanto la vista y no hay nadie, aunque me parece distinguir, hacia el fondo, de espaldas, a un hombre de gris. Siento un hormigueo en el cuerpo. Trago saliva. Es el tipo raro de la primera fila en la presentación. Voy tras él. En ese sector de la librería hay una mujer de perfil mirando los libros de filosofía y un canoso de camisa negra revisando ejemplares sobre la mesa. Ni rastros del otro hombre. Pero yo lo vi. No puedo haber alucinado.
Vuelvo a casa confundido, intrigado. Necesito comer algo, descansar un poco, ocuparme de otra cosa. Los tres días que gasté en la difusión de la novela me agotaron. Mientras me preparo un sándwich con restos de pollo que encuentro en la heladera, recibo una llamada. Es de una radio, para una entrevista en vivo mañana por la tarde. Bien. Todo va a mejorar, no importa lo de la presentación. Si los medios se ocupan, ya van a aparecer los lectores.
Me tiro en el sillón y prendo el televisor. Atrás de la pantalla, la cortina entreabierta me deja ver el árbol de la vereda, apenas iluminado con las sombras de la tarde, las siluetas que pasan apuradas. Pongo una película de cine español a la que presto poca atención. Mi cuerpo se desarma de cansancio. Estoy pensando en irme a la cama cuando antes, cuando algo me sobresalta: una figura extraña, y al mismo tiempo conocida, enmarcada por las cortinas de mi ventana. Mientras me repito que no puede ser posible, me incorporo y me acerco. Ahí está, del otro lado del vidrio, sobre la vereda, de cara al árbol. Me detengo en el cabello platinado, en la barba, en el saco grande que parece inflarse sobre él. De repente se da vuelta y me mira. Otra vez el escalofrío, la confusión, porque me atraviesa con los ojos y su cara me resulta conocida, desde antes, desde mucho antes de ese día en que apareció sentado en la primera fila.
Me gana el terror, me paralizo. La casa parece sumirse en un silencio hueco que no pertenece a la realidad. Me veo a mí mismo empequeñecido en esta acción de vigilar por la ventana al hombre de gris. Tengo la sensación de haber dejado de ser protagonista de mi propia vida por un rato. Una voluntad desconocida me lleva hasta la puerta. Giro la llave con torpeza, la cerradura tarda en ceder. Atravieso a saltos el pasillo hasta la vereda, pero ya no lo encuentro. Las punzadas de las baldosas contra las plantas de los pies me recuerdan que estoy descalzo. Sería inútil intentar seguirlo. Como si fuese una ráfaga de humo grisáceo, lo veo alejarse de espaldas, perderse con paso veloz tras la esquina.
***
Las primeras reseñas de la novela hablan de una historia interesante, de lenguaje conciso, pero con aspectos inverosímiles. Lo mismo que dijo Hugo. Lo mismo que van a decir los lectores de ahora en más. Los pocos lectores que tenga. Es hora de reconocerlo: no es una novela buena. Y yo soy apenas un principiante. Eso mismo debería ser motivo suficiente para perdonarme los errores que dicen que cometí. Pero no, los muy buitres insisten con destrozarme: falta de verosimilitud, mala construcción del personaje principal. El personaje, el personaje, una y otra vez el personaje.
Sí, mi novela cuenta una historia atrapante. Un ex empleado de banco que quiere vengar la muerte de un amigo y va en busca de cada uno de los que, según él, son culpables. Sí, debí armar a otro protagonista, más aguerrido, menos racional. El tipo fino, de barrio privado y de modales afrancesados no quedó bien. Esta tarde tengo la entrevista para la radio y lo voy a decir. Que es mi primera novela, que lo del protagonista no salió, quizás hasta les pida perdón a los lectores por semejante descuido, pero es una buena historia, sí que lo es.
Hoy tengo licencia en el trabajo. Inventé una descompostura repentina. Necesito descansar de mis compañeros preguntándome de qué se trata el libro y cómo van las ventas. Estoy harto de repetir el argumento de mi novela y de mentir que se vende muy bien.
Me preparo un café bien cargado y me siento frente a la computadora. Reviso mails, navego por redes sociales, me despejo. Hasta que de pronto me alcanza ese mismo silencio liviano, esa quietud que ayer me hizo sentir más allá de mi propia realidad, como si yo mismo fuera parte de una novela en construcción. Un extraño impulso me lleva a abrir los archivos en los que conservo los borradores anteriores. Esa maldita costumbre mía de guardar todo. Me encuentro buscando cosas que no quiero encontrar. Tengo miedo de corroborar algo que me acecha como las fauces de un animal hambriento.
La primera versión de la novela tiene fecha de hace tres años atrás. Mis ojos se deslizan con velocidad por las primeras líneas. Las letras son nubes, manchas, oscuridad. Se me hace imposible leer, mantener la atención. De pronto, algo que se abre paso como ráfaga de luz entre el follaje: la descripción de la ropa de ese personaje que delineé aquella vez. Ahora me acuerdo: ni siquiera lo pensé mucho, más bien agregué el detalle como quien suma un adjetivo más, una palabra decorativa.
De los nervios, tiro la mitad de la taza de café sobre el teclado. Tengo que salir ya mismo. El viento frío de la mañana me sacude, me despabila. A estas horas hay poca gente en la calle. Oficinistas, vendedores y padres que vuelven de dejar a sus hijos en la escuela. Cruzo la plaza principal entre un aleteo de palomas. Llego a las puertas del Teatro Provincial. Aún no abrió. Busco el timbre. Un guardia se asoma y me dice que está cerrado, que espere hasta las diez. Le digo que necesito ver la sala principal, que es para un evento cultural, que tengo apenas un rato porque estoy en horario de trabajo. Creo que el tipo no me cree nada, pero no tiene ganas de discutir y me deja entrar. Las butacas vacías, la luz del escenario apenas prendida allá al fondo y cayendo lúgubre sobre el telón cerrado, producen un efecto terrorífico. Avanzo lento hacia la primera fila. Ahí está. El hombre del traje gris me espera. Lo enfrento, pero conservo distancia. Lo veo juntar los dedos a la altura del pecho, la cara impávida en la que apenas se distingue el movimiento leve de una ceja hacia arriba, justo bajo los dos o tres surcos oscuros que le cruzan la frente.
En mi novela, el protagonista va al teatro en busca de una futura víctima. Necesita ver cómo es ese tipo que trabaja de actor, qué voz tiene, cuáles son sus gestos. Por eso saca la entrada más cara y se sienta acá, muy cerca, en la primera fila.
Vengo a pedirle perdón, para que su sombra deje de perseguirme. Me arrepiento de haberlo descartado, de haberlo reemplazado por otro que no estaba a su altura.
Él era el correcto, el único posible. Borrándolo me hundí a mí mismo, porque ahora mi trabajo se desmorona, una novela mala, un pésimo escritor.
Se pone de pie. Lo veo esconder la mano por dentro del saco y hacerla aparecer con una pistola. Tiemblo. Le pido perdón otra vez. Estoy a punto de gritar por ayuda. Pero él sigue con el arma apuntando hacia el suelo, callado, la mirada seca, sin gesto posible.
Ya no tiene sentido tratar de escapar. Tengo una deuda conmigo mismo. El fracaso fue solo mío. Creo entender todo cuando veo su brazo extenderse hacia mí, alcanzándome el arma que resplandece bajo la única luz del escenario. Mi cuerpo se repliega, se resiste a cualquier movimiento que precipite los hechos. Nunca me gustaron los finales abruptos. Son la
mordedura traicionera de una serpiente camuflada entre las hojas.
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